Historias de la Historia

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Las primeras Historias de nuestra Historia las ha elaborado César Girón (publicadas en El Ideal en julio y agosto de 2021) y que denomina:

Memorias de la Historia (autor: César Girón)[editar | editar código]

La Spaniae bizantina[editar | editar código]
Justiniano, en el mosaico de San Vital de Rávena. / PETAR MILOSEVC

La conquista de la Hispania meridional es la última empresa de Justiniano en Occidente, dentro de su grandioso programa de reconstruir Roma. Acaso, es también la menos conocida.

Hace años me llamó la atención un estudio que ponía de manifiesto cómo en el sureste español había personas que portaban genes iranos, genes propios de los pueblos nórdicos y de griegos tracios. La razón, se afirmaba, se encontraba en la presencia durante varias generaciones y décadas, de vándalos, alanos y bizantinos en el sureste peninsular. En el magnífico estudio de Orlandis sobre el reino visigodo español se da cuenta como aún más allá de lo genético, hoy día permanecen ciertos elementos de diversa índole que recuerdan la presencia del imperio romano de oriente en nuestro país.

El establecimiento de los visigodos en la península Ibérica, tras ser vencidos en la primavera de 507 por los francos cerca de Poittiers en la batalla de Vouillé, en los Campos Vogladensis, aparece rodeado de una nebulosa en la que casi todo es especulación histórica. Los godos habían penetrado anteriormente en Hispania por encargo de Roma, principalmente, con Walia en 417, para poner orden entre los pueblos bárbaros ya instalados, suevos, vándalos y alanos.

La derrota de Alarico II ante Clodoveo I supuso la desaparición de la presencia de los godos al norte de los Pirineos, salvo en la Septimania, y el traslado de la capital visigoda instalada en Tolosa, años después, a Toletum, desde donde trataron de controlar el extenso territorio hispano. Un dominio en el que uno de sus pasajes es el de la llegada, establecimiento y presencia del imperio bizantino en el sur y el sureste peninsular, entre 552 y 625.

Las tropas imperiales de Justiniano concluían por entonces sus acciones en Italia en la Guerra Goda. Acudieron a Hispania llamadas por el magnate Atanagildo, quien habría demandado ayuda frente a Agila l. Los intereses de los visigodos levantados y los bizantinos se proyectarían entonces sobre el territorio de Hispania. Bizancio, el imperio romano de oriente con capital en Constantinopla, ciudad de la antigua Tracia griega, en tiempo del Justiniano I el Grande (527-565), había emprendió distintas acciones para procurar la Renovatio Imperii: la recuperación íntegra del mundo mediterráneo y rehacer la unidad del antiguo Imperio.

La conquista de la Hispania meridional es la última empresa en Occidente de Justiniano dentro de su grandioso programa de reconstruir Roma y acaso también la menos conocida.

En junio o julio de 552 las tropas imperiales desembarcaron en Hispania, unieron sus fuerzas a los partidarios de Atanagildo y derrotaron al ejército de Agila I. El lugar escogido para el desembarco es aún hoy objeto de discusión. Unos historiadores consideran que teniendo en cuenta que Atanagildo se encontraba en Hispalis y las tropas reales de Agila en Emerita Augusta (Mérida), parece que la elección de un puerto con fácil acceso a una calzada que condujese al interior de la actual Sevilla sería lo más apropiado, por lo que es altamente probable que la flota bizantina recalase previamente en Septem (Ceuta), lo que situaría como puerto de desembarco uno próximo al estrecho de Gibraltar, de modo muy similar a lo que ciento cincuenta años después, en 711, efectuara T'arik Ibn Ziyad, llamado por Rodrigo. Ello no empece que posteriormente se efectuase un nuevo desembarco en la costa de la Cartaginense, en un lugar próximo a Cartagena.

¿Cuál sería la extensión de la provincia bizantina en Hispania? Ante la aludida falta de informaciones precisas debemos movernos en el terreno de las hipótesis, espulgando datos que nos permitan conocer el alcance de la conquista justinianea, que se fue ampliando durante el enfrentamiento entre Agila I y Atanagildo. Durante las décadas siguientes el territorio imperial se vería disminuido progresivamente. Sin ninguna duda el ejército de Justiniano se apoderó de una amplia franja costera de la Bética y de la Cartaginense comprendida entre la desembocadura del Guadalete y el norte de Cartagena. Carthago Spartaria (Cartagena) y Malaca (Málaga) fueron las mayores ciudades y los más importantes puertos imperiales en el litoral mediterráneo hispano. La penetración hacia el interior de la dominación imperial es difícil de precisar, pero se conoce que Asidona (Medina Sidonia), fue conquistada, ya que Leovigildo hubo de recuperarla en 572, así como la plaza de Sagontia, al norte de Asidona, en la calzada romana hacia Hispalis, que las fuentes citan también en manos bizantinas, y que los generales de Witerico (603-610) hubieron de tomarla durante su reinado; y Basti (Baza) que fue conquistada en el 555, por su importante valor estratégico en las comunicaciones entre la levantina y la bética, para facilitar el contacto con las tropas del sur.

Actualmente el territorio conquistado amplía sus márgenes, porque es un dato cierto que Illici (Elche) y Dianium (Denia) permanecieron bajo control bizantino hasta los últimos años de la presencia de los imperiales en Hispania. Eso sí, parece que estos nunca tuvieron presencia en Sevilla y Córdoba.

Para los visigodos los aliados bizantinos pronto se convirtieron en unos molestos invitados, conocidos sus deseos de conquista íntegra de la antigua Hispania. Atanagildo convertido en rey intentó expulsarlos, los combatió y consiguió vencer en algunas ocasiones, pero no pudo desalojarlos, prolongándose su presencia hasta 625, casi tres cuartos de siglo, hasta que el que sería primer basileus bizantino, Flavio Heraclio Augusto, que por distintas razones se vio conminado a abandonar Spaniae, la provincia occidental de Bizancio.


Batallas y enfrentamientos fronterizos en la Alta Andalucía[editar | editar código]

Una zona con testimonios de presencia humana desde la Prehistona. que cobró un papel muy especial durante la última fase de la Reconquista. con Moclín y La Mota como bastiones más importantes

Castillo de Moclín

La ubicación del impresionante castillo de Moclín —castillo del Distrito—, eje central que disciplina toda la comarca conocida como de los Montes Occidentales o del Poniente granadino —Montefrío, Íllora y Moclín—, no es fruto del capricho. Su situación es estratégica para el control de lo que siempre, por una razón histórica u otra, fue zona de frontera y vía de comunicaciones entre el sureste peninsular y el interior, por los pasos de Puerto Lope y del río Velillos; una apertura en las sierras protectoras de la depresión de Granada que separan la Alta Andalucía del valle del Guadalquivir, por la ruta del Gollizno.

Al otro lado, la comarca de la Sierra Sur de Jaén, con tres municipios de fricción —Alcalá la Real, Frailes y Valdepeñas de Jaén—. En Alcalá, por oposición a la de Moclín, se yergue otra imponente fortaleza, la de la Mota. Ambas se vigilan; desde la una se divisa la otra; y ora aliadas, ora enemigas, conforman un panorama en el que se han escrito decisivas páginas de la historia de España.

Los parajes repartidos entre ambas comarcas limítrofes de Granada y Jaén fueron lugar de asentamiento y presencia humana constatada al menos desde el neolítico. Los muy numerosos e interesantes yacimientos arqueológicos que se localizan —dólmenes, necrópolis y pinturas rupestres—, lo evidencian.

Exponentes de esta presencia ancestral son los yacimientos del cortijo de la Hiedra Alta, de la cueva del Hornuelo de la Solana, los de las cuevas de la Araña, las Vercas y la del Torreón, oquedades y abrigos del neolítico, principalmente de la edad del bronce, donde existen interesantísimas manifestaciones de arte rupestre. También son de citar la cueva de la Zorrera de la Cañada Honda y el poblado neolítico de la Torre de Mingo Andrés, además de otros de prospección más reciente como la cueva de las Canteras y la Sima del Puerto. Sin embargo, es la cueva del Malalmuerzo, el considerado más importante de todos.

Con la llegada de los romanos surgieron diversas villas. Restos quedan en Tiena, Olivares y el cortijo de Bucor, y los asentamientos en los silos de Tózar, donde se localiza un cementerio visigodo que estuvo completamente abandonado hasta no hace mucho. Ya sabemos de la dificultosa presencia de los godos en esta zona peninsular, primero por la presencia de vándalos y posteriormente de bizantinos, considerándose por algunos estudios que fue este precisamente el borde y punto de fricción con estos.

Pero las comarcas del Poniente y de la Sierra Sur nunca fueron más tierra de frontera que durante la presencia del reino nazarí de Granada. Del momento, además de ambas fortalezas principales, Moclín y la Mota, quedan vigorosas y solitarias atalayas: Tózar, la Migo Andrés, la Porqueriza o la Solana, que servían para vigilancia y comunicación con la fortificación principal de la que eran apéndices avanzados, el castillo de Moclín, que no sería rendido hasta 1486 por los Reyes Católicos.

El castillo alcalaíno es considerado de época nazarí, señalando la historia que su iniciador fue, sin embargo, el tercer emir o rey granadino de la primera dinastía, la zirí, Badis ben Habuz.

Una terrible matanza[editar | editar código]

Se han cumplido 741 años del acaecimiento de la batalla de Moclín; terrible matanza ocurrida el 23 de junio de 1280 en la que se enfrentaron las tropas del sultán Muhammad II y las huestes y mesnadas comandadas por el Infante Sancho de Castilla, —Sancho IV tras la muerte de su padre—, Alfonso X el Sabio que fue realmente quien preparó en Badajoz y Córdoba el asalto a la vega granadina, con apoyo de las tropas santiaguistas al mando del maestre Gonzalo Ruiz de Girón, que moriría en el enfrentamiento. Bajo la atalaya de Migo Andrés, donde se ubica el cortijo de la Matanza, que recibe su nombre por tal suceso, tuvo lugar el enfrentamiento en el que en pocas horas murieron, según las fuentes, entre 2800 y 4000 caballeros y peones cristianos, por la depurada estrategia militar y la celada preparada por los musulmanes.

La batalla provocaría la detención de la reconquista, pujante desde las Navas de Tolosa (1212), y la conclusión del Tratado de Jaén, que posibilitaría la subsistencia del reino nazarí de Granada hasta su capitulación en 1492.


La rebelión de los moriscos: enfrentamientos entre marqueses[editar | editar código]
Fernando de Válor

El conflicto se ha presentado en los últimos tiempos como una revuelta del débil contra el fuerte, e incluso de la 'derecha imperial' contra la minoría marginada. Nada más grosero historiográficamente hablando.

Con demasiada ligereza algunos personajes granadinos contemporáneos tratan con irresponsable frivolidad el origen de la Guerra de las Alpujarras dándole un sesgo ideológico y político. Hacen un reduccionismo de las causas de tan importante suceso de la historia universal, presentándolo como un enfrentamiento del poderoso contra el débil, incluso de la 'derecha' imperial opresora contra una minoría marginada de la izquierda sociológica de aquel tiempo, el morisco. Nada más indebido y grosero historiográficamente hablando.

La rebelión de los moriscos del Reino de Granada fue un conflicto de tal importancia, que de no haberse ganado por Felipe II habría cambiado decisivamente la historia de España, de Europa y realmente del mundo. Habría supuesto con toda probabilidad la instauración de un reino morisco con el apoyo de la Sublime Puerta, habrían cambiado los equilibrios en el Mediterráneo occidental y con seguridad la monarquía hispana austriacista no habría podido impedir el paso del otomano hacia América.

La guerra con los moriscos granadinos fue un conflicto sangriento. Comenzó en la madrugada del día de Navidad de 1568, en el Albaicín. Sus orígenes son muy complejos. Siempre se ha señalado que la causa principal de su producción fue la reacción frente a los decretos de la Junta de Teólogos de 1566 que fueron publicados como pragmáticas a lo largo de un año. Con ellos se finiquitaba la cultura, tradiciones y los signos identitarios musulmanes que la comunidad morisca neoconversa mantenía desde las capitulaciones de 1491 y tras las pragmáticas de 1501, 1502 y la contención de la situación acordada en 1526 con la presencia de Carlos V en Granada. Los decretos denunciaban la práctica secreta del islam y la imposible asimilación de los moriscos, muchos de ellos organizados en radicalizadas bandas de monfíes que con sus razias atemorizaban toda la tierra del reino, especialmente las sierras.

Realmente las causas de la rebelión eran mucho más profundas. Desde años antes se habían venido sucediendo continuos ataques del corso turco-berberisco sobre las costas del reino. Así, desde 1560 se vivía un ambiente general de miedo al avance otomano en el Mediterráneo. Por otro lado, la presión de la Inquisición sobre los bienes de los moriscos por medio de las confiscaciones —desde 1526 la comunidad morisca debía abonar cuarenta mil ducados anuales para mantener su particular estatus jurídico, cantidad que iba principalmente destinada a sufragar la defensa de la costa del Reino de Granada—, contribuyó sobremanera al deterioro de la situación. Cierto que la reactivación de los decretos iba a ser el detonante más directo de la guerra, pero no pueden obviarse otras causas como la prohibición de obtener armas a los moriscos o de tener esclavos negros a su servicio.

La guerra se desarrolló en varias fases. La primera, hasta marzo de 1569, tuvo como escenario la escarpada Alpujarra, poblada mayoritariamente por moriscos, que coronaron como rey a Fernando de Córdoba y Válor, con el sobrenombre de Aben Humeya, por considerarle descendiente de la dinastía de los Omeya. La segunda, acaso la más recrudecida, a partir de abril de 1569, cuando se temió el apoyo decisivo con tropas y armas del gobierno de la Sublime Puerta. Y la tercera y final a partir del asesinato de Aben Aboo, el 13 de marzo de 1571, hasta la conclusión del conflicto, que se desenvolvió ya entre revueltas y asesinatos.

El terrible conflicto evidenció por su desarrollo que realmente se trató de una verdadera guerra civil y religiosa en pleno territorio peninsular, en la que se dilucidó la supremacía de la monarquía católica y la limitación de la expansión del turco.

Las élites moriscas y su causa tenían sus mejores valedores con los Mendoza, los marqueses de Mondéjar, capitanes generales del reino durante tres generaciones y que en todo momento fueron partidarios de mantener el statu quo de los moriscos como medio de contención y de mantenimiento de la paz, conocedores como eran de las profundas divisiones que existían en el bando de los sublevados.

Por el contrario, la peor interlocución con los neoconversos la mantenían los marqueses de los Vélez, a la sazón primera casa nobiliaria tanto del Reino de Granada como del Reino de Murcia por haber ostentado su Adelantazgo Mayor y Capitanía General. Cargos principales que les permitió siempre monopolizar todas las funciones gubernativas, administrativas y militares del Reino, que, sin embargo, posteriormente se verían mermadas por la pujanza de los Mondéjar.

El desequilibrio entre ambos principales señores se produciría cuando Pedro de Deza, el presidente de la Real Chancillería de Granada, uno de los hombres de hierro contra el morisco, iniciada la rebelión, designó jefe del ejército que debía sofocar la revuelta en el flanco oriental al marqués de los Vélez, profundamente enemistado con el Mendoza por asuntos de jurisdicción en sus señoríos almerienses.

En su demarcación don Luis Fajardo capitaneaba una campaña especialmente violenta, dirigida a contener el avance de los sublevados hacia la capital almeriense; en la Alpujarra granadina, el marqués de Mondéjar, con un ejército compuesto en su mayor parte por milicias concejiles, intentaba conciliar, como ya se ha dicho, medidas represivas contra los más radicales como los monfíes y una política de negociación y pactos con los sectores moriscos moderados, para dividirlos.

Tales diferencias generaron no pocos desencuentros entre ambos señores y condicionó en buena medida el desarrollo de la guerra en su comienzo. La gestión militar del conflicto solo volvería a rectos cauces con la llegada de don Juan de Austria con los tercios desde Italia, para ponerse al frente de las tropas del emperador. Su desembargo en las proximidades de Vélez Málaga, con Lope de Figueroa entre otros principales 'señores de la guerra' que le acompañaban y sus posteriores intervenciones en los escenarios bélicos, inclinó definitivamente la balanza y el fin de tan importante contienda.


Gonzalo Jiménez de Quesada
Jiménez de Quesada y El Dorado[editar | editar código]

A pesar de las controversias sobre su origen, lo cierto es que otorgó a las tierras que conquistó y fundó el nombre de Nuevo Reino de Granada, por el parecido que hallaba entre ambas regiones

Mucho se ha discutido sobre el origen del cronista, conquistador y fundador del Nuevo Reino de Granada, Gonzalo Jiménez de Quesada, cuyo nacimiento unos sitúan en Córdoba y otros, apoyados en la realidad más tozuda, en Granada, en 1506. Sobre ello la Real de la Historia aceptando la versión de su epítome, que dice: «Su naturaleza y la de sus pasados es la ciudad de Córdoba». Sin embargo, él mismo declara su origen de Granada, que al entender de numerosos historiadores no admite discusión, cuando bautiza el territorio que descubrió como 'Nuevo Reino de Nueva Granada', diciendo que lo nombraba así: «por vivir en él, cuando vivía en España, en este otro Reino de Granada y también porque se parecen mucho el uno al otro». No es suficiente el que los defensores de su origen cordobés se asieran a que, de haber nacido aquí lo habría declarado expresamente, cuando lo que sí que es cierto es que nunca declaró su nacimiento en Córdoba.


Como su padre, estudió Leyes en Salamanca y se dedicó con notoria prestancia al noble oficio del foro. Era alto, bien parecido, noble de aspecto, con don de gentes, leal hacia sus compañeros, de gran formación humanística, honrado y sobradamente gentil. Por defectos tuvo el de ser dado al juego de naipes y padecer una acentuada misoginia que a punto estuvo de costarle las encomiendas reales.


Su carácter aventurero y en especial su ambición por obtener un título de marqués como Hernán Cortés o Francisco de Pizarro le llevó al Nuevo Mundo y al camino de su gesta, mostrando una especial obsesión por el mito de El Dorado, que le obsesionará hasta su muerte.


Tras dejar la abogacía poco se conoce de su vida hasta que se enroló en la expedición Santa Marta. No consta que tuviese formación militar, aunque se le ha de situar en Italia en esos años previos a su partida hacia el Nuevo Mundo, incluso en el Saco de Roma. Sí que parece que cuando partió para América tenía ya la encomienda de la expedición al río Magdalena, en cuya cabecera pensó siempre hallar otro Perú y el lugar de El Dorado.

Lo dice él mismo en su Epítome cuando declara buscar:

«Una provincia poderosa y rica que se llama Meta que, por la derrota que los indios mostraban, venía a ser hacia el nacimiento del Río Grande».

Era el mismo mito de El Dorado, que recibió diversos nombres, y que suponía la existencia de un lugar donde abundaba el oro, que fue buscado por los cartageneros por Antioquía, por los venezolanos por el río Meta, arriba del Orinoco, por los de Coro por la alta Amazonía y por los quiteños al norte de Popayán.

Jiménez de Quesada nunca abandonó la empresa de conquistar el mito. De hecho, murió preparando una nueva expedición con sus fuerzas ya tan agotadas como su hacienda, pero no sus deseos de hallazgo. Desde 1536, cuando su primera expedición por el río Magdalena hallara panes de sal de mina y los indios le indicaran que provenían de poderoso reino del sur, no cejó de perseguirlo. Realmente los chibchas no tenían oro, pero sus habitantes se lo procuraban a cambio de la sal, de las tribus de Antioquía, en la otra orilla del río Magdalena, donde abundaba.

Actividad[editar | editar código]

El deseo de nuestro conquistador por descubrir El Dorado hizo que se acentuara su actividad en el territorio de los chibchas, la Bacatá y la Tunja, donde estaba la famosa laguna de Guatavita, donde se originó una de las leyendas más sugestivas sobre el mito. En una ceremonia anual de desagravio al dios de aquella, el Zaque, o cacique local, surcaba las aguas sobre una balsa con el cuerpo cubierto de oro, sumergiéndose en ella seguidamente.

Las acciones de Jiménez de Quesada le llevarían finalmente a conquistar el país de los Chibchas e instaurar el Reino de Nueva Granada, fundando Santafé de Bogotá, a cuya catedral, tras morir en 1579 en Mariquita, fueron trasladados sus restos siendo sepultados en el lado del Evangelio.

Tanto fue su empeño que después de viajar a España y regresar tras doce años, volvió a la búsqueda del mito. Diecinueve años después de solicitarlo, la Audiencia del Nuevo Reino de Granada en 1569, aprobaría una capitulación de conquista para «la jornada que llaman de El Dorado, que es en los llanos, pasada la Cordillera de las sierras de este Reino hacia levante», que fijó en unas quinientas leguas cuadradas entre los ríos Pauto y Papamene. La inició en 1570 en San Juan y regresó con los restos de la tropa doradista, a mediados de 1572, tras padecer un infierno.

Aunque Jiménez de Quesada casi llegaría a convencerse de que el único El Dorado era la sal y las minas de esmeraldas que halló en Somondoco, no cesó en su empeño por encontrarlo, motivo por el que efectuó tantas y distintas expediciones a los llanos, al Magdalena y hasta al páramo de Sumapaz, buscándolo inútilmente. Tal fue su obcecación que lo intentó incluso por la ruta de Chita, y aún en 1577, poco antes de morir inesperadamente, preparaba una nueva expedición a El Dorado, sobre el que siempre pensó que existía y que sus fracasos solo se debían a que no atinaba a encontrar la ruta adecuada para llegar hasta él.