La rebelión de los moriscos: enfrentamientos entre marqueses
El conflicto se ha presentado en los últimos tiempos como una revuelta del débil contra el fuerte, e incluso de la 'derecha imperial' contra la minoría marginada. Nada más grosero historiográficamente hablando.
Con demasiada ligereza algunos personajes granadinos contemporáneos tratan con irresponsable frivolidad el origen de la Guerra de las Alpujarras dándole un sesgo ideológico y político. Hacen un reduccionismo de las causas de tan importante suceso de la historia universal, presentándolo como un enfrentamiento del poderoso contra el débil, incluso de la 'derecha' imperial opresora contra una minoría marginada de la izquierda sociológica de aquel tiempo, el morisco. Nada más indebido y grosero historiográficamente hablando.
La rebelión de los moriscos del Reino de Granada fue un conflicto de tal importancia, que de no haberse ganado por Felipe II habría cambiado decisivamente la historia de España, de Europa y realmente del mundo. Habría supuesto con toda probabilidad la instauración de un reino morisco con el apoyo de la Sublime Puerta, habrían cambiado los equilibrios en el Mediterráneo occidental y con seguridad la monarquía hispana austriacista no habría podido impedir el paso del otomano hacia América.
La guerra con los moriscos granadinos fue un conflicto sangriento. Comenzó en la madrugada del día de Navidad de 1568, en el Albaicín. Sus orígenes son muy complejos. Siempre se ha señalado que la causa principal de su producción fue la reacción frente a los decretos de la Junta de Teólogos de 1566 que fueron publicados como pragmáticas a lo largo de un año. Con ellos se finiquitaba la cultura, tradiciones y los signos identitarios musulmanes que la comunidad morisca neoconversa mantenía desde las capitulaciones de 1491 y tras las pragmáticas de 1501, 1502 y la contención de la situación acordada en 1526 con la presencia de Carlos V en Granada. Los decretos denunciaban la práctica secreta del islam y la imposible asimilación de los moriscos, muchos de ellos organizados en radicalizadas bandas de monfíes que con sus razias atemorizaban toda la tierra del reino, especialmente las sierras.
Realmente las causas de la rebelión eran mucho más profundas. Desde años antes se habían venido sucediendo continuos ataques del corso turco-berberisco sobre las costas del reino. Así, desde 1560 se vivía un ambiente general de miedo al avance otomano en el Mediterráneo. Por otro lado, la presión de la Inquisición sobre los bienes de los moriscos por medio de las confiscaciones —desde 1526 la comunidad morisca debía abonar cuarenta mil ducados anuales para mantener su particular estatus jurídico, cantidad que iba principalmente destinada a sufragar la defensa de la costa del Reino de Granada—, contribuyó sobremanera al deterioro de la situación. Cierto que la reactivación de los decretos iba a ser el detonante más directo de la guerra, pero no pueden obviarse otras causas como la prohibición de obtener armas a los moriscos o de tener esclavos negros a su servicio.
La guerra se desarrolló en varias fases. La primera, hasta marzo de 1569, tuvo como escenario la escarpada Alpujarra, poblada mayoritariamente por moriscos, que coronaron como rey a Fernando de Córdoba y Válor, con el sobrenombre de Aben Humeya, por considerarle descendiente de la dinastía de los Omeya. La segunda, acaso la más recrudecida, a partir de abril de 1569, cuando se temió el apoyo decisivo con tropas y armas del gobierno de la Sublime Puerta. Y la tercera y final a partir del asesinato de Aben Aboo, el 13 de marzo de 1571, hasta la conclusión del conflicto, que se desenvolvió ya entre revueltas y asesinatos.
El terrible conflicto evidenció por su desarrollo que realmente se trató de una verdadera guerra civil y religiosa en pleno territorio peninsular, en la que se dilucidó la supremacía de la monarquía católica y la limitación de la expansión del turco.
Las élites moriscas y su causa tenían sus mejores valedores con los Mendoza, los marqueses de Mondéjar, capitanes generales del reino durante tres generaciones y que en todo momento fueron partidarios de mantener el statu quo de los moriscos como medio de contención y de mantenimiento de la paz, conocedores como eran de las profundas divisiones que existían en el bando de los sublevados.
Por el contrario, la peor interlocución con los neoconversos la mantenían los marqueses de los Vélez, a la sazón primera casa nobiliaria tanto del Reino de Granada como del Reino de Murcia por haber ostentado su Adelantazgo Mayor y Capitanía General. Cargos principales que les permitió siempre monopolizar todas las funciones gubernativas, administrativas y militares del Reino, que, sin embargo, posteriormente se verían mermadas por la pujanza de los Mondéjar.
El desequilibrio entre ambos principales señores se produciría cuando Pedro de Deza, el presidente de la Real Chancillería de Granada, uno de los hombres de hierro contra el morisco, iniciada la rebelión, designó jefe del ejército que debía sofocar la revuelta en el flanco oriental al marqués de los Vélez, profundamente enemistado con el Mendoza por asuntos de jurisdicción en sus señoríos almerienses.
En su demarcación don Luis Fajardo capitaneaba una campaña especialmente violenta, dirigida a contener el avance de los sublevados hacia la capital almeriense; en la Alpujarra granadina, el marqués de Mondéjar, con un ejército compuesto en su mayor parte por milicias concejiles, intentaba conciliar, como ya se ha dicho, medidas represivas contra los más radicales como los monfíes y una política de negociación y pactos con los sectores moriscos moderados, para dividirlos.
Tales diferencias generaron no pocos desencuentros entre ambos señores y condicionó en buena medida el desarrollo de la guerra en su comienzo. La gestión militar del conflicto solo volvería a rectos cauces con la llegada de don Juan de Austria con los tercios desde Italia, para ponerse al frente de las tropas del emperador. Su desembargo en las proximidades de Vélez Málaga, con Lope de Figueroa entre otros principales 'señores de la guerra' que le acompañaban y sus posteriores intervenciones en los escenarios bélicos, inclinó definitivamente la balanza y el fin de tan importante contienda.
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Autor: César Girón
Publicado en El Ideal de Granada en julio.21